Esa noche se
puso de parto. El destino quiso que fuera la misma noche en que cumplía treinta
y tres años cuando naciera también su hijo.
La tormenta
había empeorado, una densa capa de nubes cubría el pueblo dándole un aspecto
tenebroso con cada relámpago. Una maraña constante de sonidos procedía de todos
los rincones del lugar: ramas agitándose, ventanas mal cerradas, plásticos de
los invernaderos serpenteando con el viento… Los únicos que permanecían en
silencio eran los animales. Incluso la mascota de la familia se había refugiado
debajo de una de las camas sin dar un solo ladrido, como era habitual en estas
situaciones.
No se oía nada
al otro lado de la línea. Por más que Casey lo intentaba mientras sujetaba
cariñosamente la mano de Claudia, no recibía respuesta alguna. Claudia no se
podía mover, debido a que las contracciones eran continuas y hacían que se
retorciera de dolor. Sin pensárselo dos veces, besó la sudorosa mejilla de
Claudia y se precipitó escaleras abajo. Se puso el chubasquero y, sumergiéndose
en la fuerte tormenta, se fue a buscar al médico del pueblo. El alumbrado de la
calle no funcionaba. Se abría paso entre las fuertes rachas de viento y lluvia
ayudado por una pequeña linterna. Unos metros antes comenzó a gritar el nombre
del médico pidiendo ayuda. Llegó a la puerta y la aporreó hasta que un hombre
menudo la abrió con un viejo candil en las manos.
—¿Qué ocurre?
—preguntó Tomás entrecerrando los ojos en un intento de reconocer a quien tenía
delante.
—¡Rápido, es
Claudia, está a punto de dar a luz!
Tomás,
acostumbrado a estos menesteres, se calzó las botas que tenía preparadas a la
entrada y se echó el abrigo sobre el pijama. Con un fuerte grito llamó a su
hija de catorce años para que lo ayudara.
—¡Es en casa
de los Evans! ¡Yo voy yendo, es un parto!
Cogió su
maletín de urgencias y ambos se adentraron corriendo en la oscuridad de la
desagradable noche.
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