Era una
tormentosa noche de agosto en un pequeño pueblo al norte de España. A última
hora de la tarde el bochorno se hizo insoportable y el sol se comenzó a cubrir
por unas oscuras nubes. Una sensación de extraña calma se apoderó de ella, el
aire olía a lluvia y se notaba cargado de electricidad. Los truenos resonaban
en la distancia cual pregonero avisando de lo que se avecinaba. Unas horas
antes, las campanas repicaron en lo alto de la iglesia. Cumplían con una vieja
tradición española de alertar a los vecinos que se encontraban trabajando los
campos de que una tormenta se acercaba. Por más que su padre y su madre le
advertían de los peligros de los rayos, ella siempre se las ingeniaba para
salir al porche. Le gustaba jugar a contar los segundos que transcurrían entre
que caía el rayo y se oía el trueno. Curiosamente, nunca transcurrían más de
diez segundos, quizás porque era hasta donde sabía contar. Le encantaban las
tormentas. Al menos hasta esa noche.
—Mierda.
Acababa de rayar
una de las maletas con las puertas del portal al sacar apresuradamente la
motocicleta para reunirse con Pol. A pesar de la rabia, se dijo que ya no tenía
solución y que debería haberlas quitado antes de salir, puesto que algo le
decía que el viaje se iba a posponer.
Le encantaba
montar en moto. El proceso de arrancarla y dejarla calentar mientras se
colocaba los guantes, el casco y se ajustaba la cazadora era todo un ritual
para ella. Una vez en marcha, disfrutaba del anonimato que le brindaba el casco
mientras se zambullía en el denso tráfico londinense, escapándosele alguna que
otra sonrisa cuando adelantaba a un conductor malhumorado presa de un atasco.
Llegó a la
entrada del juzgado donde, tras levantarse la visera del casco y reconocerla el
vigilante, este levantó la barrera. Dejó la moto en el parking subterráneo y se
dirigió hacia las escaleras, dado que la espera del ascensor se le hacía
eterna. Cruzó el patio interior y se dirigió a la entrada, donde debería volver
a bajar un piso hasta el depósito, que se encontraba en el ala vieja del
edificio principal. En el despacho le esperaba, impaciente, Pol.
En el pasado,
al fallecer su padre, su tío Pol se convirtió en su tutor. Era un tipo de
rasgos angulosos, físicamente bien proporcionado y tan cuidadoso con su aspecto
que no aparentaba que solo le faltaran unos meses para su jubilación. Educado,
siempre con una sonrisa en la boca y con una voz tranquilizadora que hacía que
cualquier discusión se tornara en un agradable intercambio de opiniones. Siempre
encontraba una forma de decir las cosas de tal manera que cuando te dabas
cuenta, ya te había llevado a su terreno.
Cuando perdió
a su padre fue el único que supo comprenderla. Se trasladó a vivir con él a un
barrio de clase acomodada, donde estudió en uno de los mejores colegios de la
ciudad. En esa época solo hizo un par de buenos amigos, con los que quedaba
todos los martes para cenar y algún que otro viernes para tomar una cerveza en alguno
de los pubs de moda. Dado su carácter solitario, era con Pol con quien más
tiempo pasaba. No era de extrañar que con el paso de los años eligiera estudiar
su misma profesión.
Educar a la
pequeña fue el mayor reto que afrontó en su ajetreada vida. Al principio se
mostraba fría y distante pero él supo ir ganándosela poco a poco. Comenzó con
el viejo truco de los regalos. Era una forma de chantaje, sí; pero, como no
podía ser de otra manera, fue dando sus frutos con una niña de tan corta edad.
Todo esto le suponía una gran tarea a Pol, ya que, a causa del carácter individualista
y callado de la niña, era difícil de sorprender.
Un día de
verano, a los pocos meses de morir su hermano, Pol intentaba resolver un
acertijo en el suplemento de verano de una de sus revistas favoritas. A la
sombra de un árbol lo leyó en alto como solía hacer con aquello que precisaba
de una especial concentración por su parte.
—Si estoy a
oscuras y tengo veinte calcetines blancos y otros veinte negros en un cajón,
¿cuál es el menor número de calcetines que debo coger para asegurarme de que
cojo un par del mismo color? —se
preguntó—. Veinte blancos y veinte
negros en un cajón —repitió pensativo.
—Tres —dijo
una vocecita.
Pol dobló la
revista hacia abajo para mirarla por encima de sus gafas.
—Tres —dijo
esta vez en un tono más alto a la vez que cruzaba sus brazos esperando una
confirmación.
—Muy bien,
pequeña —murmuró sorprendido.
A partir de
esa tarde de domingo todo comenzó a cambiar, notó como poco a poco la niña iba
dejando atrás lo sucedido y comenzaba a verlo como si de un padre se tratara.
Ya no necesitaba regalos y según pasaban los años disfrutaba de su compañía,
primero con sus inocentes preguntas y más adelante con acaloradas discusiones,
sobre todo de carácter filosófico, la asignatura favorita de su pequeña.
Transcurrieron
los años y llegó la hora de ir a la universidad. Ese verano, antes del comienzo
de las clases, Pol insistió en que acudiera a un campamento de idiomas en el
extranjero. También le consiguió plaza en una residencia de estudiantes a su
vuelta a pesar de no encontrarse el campus especialmente lejos de su casa. No
era porque no quisiera tenerla a su lado, pero pensó que sería la forma de que
no dependiera tanto de él y empezara a valerse por sí misma. Esto provocó un pequeño
alejamiento entre ellos, subsanado en cuanto comenzó a trabajar con su tío.
Cuaderno de Jacobo
He decidido
plasmar en este cuaderno el resultado de mis averiguaciones ya que mi destino
pronto me dará alcance. Mi tiempo y el suyo se termina.
Me llamo Jacob
Evans. Soy el hijo de Casey y Claudia Evans, como he descubierto no hace mucho.
Toda mi vida he vivido en España con el nombre de Jacobo Vidal, como uno de los
hijos de los que realmente son mis tíos. Si se me hubiera dado la oportunidad
de elegir, no habría nacido. Al menos tal como soy, como lo que he descubierto
que soy.
Poco a poco se va complicando la trama de Amanece sobre Londres. Ahora nada más y nada menos que tres saltos temporales en un par de páginas. Por primera vez aparece otro de los protagonistas principales de la novela: Jacobo.