—Una lástima
—pensó en voz alta.
Pol dio un
respingo al cerrarse la puerta, absorto en la redacción de uno de los
expedientes del día anterior. Un chiquillo víctima de una conductora ebria.
—Lo que es una
lástima es que todavía no esté en dirección a la costa para coger mañana el
ferry. —A diferencia de Pol, había aprendido a realizar su trabajo sin dejarse
llevar por las circunstancias que envolvían la autopsia.
—Nadie te
impide partir en cuanto veas el cuerpo, pequeña.
—Eso haré —respondió
dirigiéndose a las taquillas, donde se puso rápidamente una bata—. ¿Piensas
enseñármelo ya o debo esperar a que termines el informe?
—Está en la
304.
Tenían
numeradas las cámaras frigoríficas como si de un hotel se tratara: el primer
dígito era el nivel, en este caso el superior, y los dos siguientes el orden de
izquierda a derecha.
Entró en la
sala de autopsias. Era una habitación de unos ochenta metros cuadrados,
escrupulosamente limpia, de paredes blancas y con seis mesas de frío acero en
el centro de la estancia. La iluminación no ayudaba a mejorar la calidez del
lugar, si es que esto era posible. Se limitaba a unos fluorescentes y unas
lámparas de pie al lado de cada mesa. Dos estaban ocupadas, reposaban dos
cuerpos inertes dentro de sendas bolsas negras que esperaban pacientemente su
turno. Se dirigió hacia ellos y ojeó las etiquetas que colgaban de la cremallera.
Una mujer asesinada y un anciano que debía de llevar muerto un par de días en
su casa. Se dio media vuelta y se dirigió al panal que formaban las cámaras una
a continuación de la otra. Abrió la puerta con un sonido sordo y deslizó la
camilla hacia fuera. Pudo contemplar el cuerpo de un hombre caucásico, fornido
y con unos rasgos que le resultaban vagamente familiares. Observó más
detenidamente el cadáver y se fijó en las descuidadas puntadas de su enorme
cicatriz en forma de doble «Y». Pol era un gran forense, pero una vez realizado
el examen se apresuraba a cerrar el cuerpo sin poner mucho empeño en ello. Como
solía decir: en unos meses ni se le notará. Típico humor británico. En ese
momento se abrieron las puertas automáticas y entró en la sala con el
expediente del desconocido bajo el brazo y una tarjeta en la mano.
—Ábrele los
ojos: comprenderás por qué te he hecho venir.
Se colocó un
guante de látex en la mano. No tenía ningún reparo en hacerlo sin ellos, pero
el cuerpo era parte de una investigación abierta y no podía arriesgarse a
contaminarlo. Era habitual que se procediera a un segundo examen durante el
transcurso de las pesquisas policiales. Colocó sus dedos pulgar e índice sobre
cada uno de los párpados y se dispuso a descubrir sus ojos.
Notó como se
le erizaba el vello de los brazos, y un escalofrío la recorrió de un extremo a
otro. Por primera vez desde aquella primera clase de anatomía, se quedó
paralizada. Un vago recuerdo se apoderó de su cabeza al ver sus mismos ojos en
otra persona totalmente desconocida para ella. Se dio cuenta de que aquellos
ojos inertes los tenía grabados a fuego en lo más profundo de su conciencia, en
un lugar cercano al olvido, donde los había desterrado muchos años atrás.
—Me gustaría
saber cuántas probabilidades hay de ver dos personas con idéntico color de ojos
en el mismo día —dijo Pol.
—Dices que
llevaba mi nombre en uno de sus bolsillos, ¿no?
—Así es; de
hecho la sargento que lleva el caso me ha dado esta tarjeta. Quiere que te
pongas en contacto con ella para hacerte unas preguntas.
—¿Sobre qué?
Es la primera vez que veo a este tipo.
—Bueno, podría
llegar a pensar que el hecho de que tenga tus mismos ojos fuera una caprichosa
casualidad.
—¿Pero?
—Pero lo de la
página en el bolsillo solo tiene una explicación. Evidentemente este hombre
quería contactar contigo, pequeña.
—¿Qué querría
de mí un completo desconocido?
—Habla con la
sargento. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Jennifer? Déjame la tarjeta: eso es,
Jennifer. Habla con la inspectora Jennifer —corrigió Pol—: seguro que en los
próximos días comenzarás a tener respuestas.
No podía
apartar los ojos del cadáver. Se preguntaba quién sería ese tipo y qué hacía
ahí tumbado, lo que hizo que se diera cuenta de que no le había preguntado a
Pol la causa de la muerte. Levantó la vista y, como tantas veces solía hacer
Pol, este se adelantó a lo que estaba pensando. Era una cosa que la irritaba, ya
que odiaba que la conociera tan bien.
—Suicidio.
Dale la vuelta a los brazos y verás los cortes de las muñecas.
—Los hombres
suelen utilizar armas de fuego —dijo ella mientras examinaba el reverso de uno
de los brazos—. No son unos cortes muy limpios que se diga.
—Así es. Por
lo que me ha dicho la inspectora, se los hizo con un simple cuchillo de plástico
en el baño de la habitación de su hotel. Es como si hubiera utilizado lo
primero que encontró para hacerlo.
—Normalmente
la gente planifica bien su suicidio de forma que parezca lo más trágico
posible, con notas de despedida y todo eso.
—Estoy de
acuerdo. De no ser por la dirección y profundidad de los cortes, descartaría el
suicidio.
—¿Lo has
reflejado en el informe para la policía?
—No. Yo
simplemente examino el cadáver, pequeña: las conjeturas se las dejo a ellos.
Cerró la
bolsa, no sin antes echar un último vistazo a los ojos, e introdujo el cadáver
de nuevo en la cámara de refrigeración.
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