Me despierto por la mañana, temprano. Es domingo. Me
aseo y me visto para salir a comprar pan y algo de bollería para el desayuno.
Tras abrir la puerta, un sol mucho más madrugador que yo me deslumbra. Me pongo
las gafas de sol y me coloco los auriculares. Comienzo a caminar y con mi dedo
pulgar a siete milímetros del play, decido no pulsarlo. De repente me siento
como una especie de superhéroe y me percato de los sonidos que me rodean. O más
bien la ausencia de ellos. Gotas de rocío cayendo al suelo desde un canalón
próximo, un tractor enmudecido por la lejanía, el sonido de mis suelas al
maltratar los adoquines. Continúo caminando y el olor del horno de leña donde
se está cociendo el pan termina por embriagar mis sentidos. Felicidad.
Estímulos magnificados cuando te sumerges en las montañas de mi tierra y que intensifican las sensaciones. Para mí,
es lo más próximo a experimentar una metanoia.
Sin embargo aquí me hallo, a las siete de la mañana,
desvelado por el calor. He abierto la ventana para refrescar la habitación
donde me dedico a estos menesteres mientras desayunaba, pero me he visto
obligado a cerrarla de nuevo. El sonido de una amoladora se filtra por las
jambas, enmudecido esta vez por los numerosos vehículos repletos de ocupantes
zombis que no han tenido la suerte de poder apurar unas horas más de sueño.
Muchos no se percatarán nunca de lo que existe más allá de la cúpula del ruido.
A veces pienso que el problema de la herida que estamos infringiendo a nuestro
planeta está en las grandes ciudades, o en sus habitantes más bien. He conocido
a personas que el único verde que conocen es el del parque y el del pequeño
jardín del aeropuerto. Sacian su necesidad de huir de la ciudad yendo a otra
más grande. Curiosa paradoja, ¿verdad? Incluso he sido testigo de desvelos en
mitad de la noche causados por el abrumador silencio reinante en un pueblo.
Pero lo respeto. Ya sea por suerte o por desgracia,
por gusto o necesidades de la vida, a cada uno nos ha tocado vivir en
diferentes lugares. Para bien o para mal es curioso, bajo mi punto de vista,
como el lugar donde uno pace puede influenciar tanto en una persona. Quizás la
información desbocada (como ya he hecho referencia en anteriores entradas),
siga llegando a diferentes velocidades a
pueblos y grandes ciudades. Suena a tópico, lo sé, pero puede que toque hacer
autocrítica y percatarnos de que las costumbres no han evolucionado tanto desde
hace unas cuantas décadas.
Un claro ejemplo está en los resultados de las
últimas elecciones. Nuevamente las grandes ciudades aparecen abanderando un
cambio que no se ha hecho sentir de igual manera en los núcleos de población
más humildes. Lo que sí me llama la atención es que ya sea en ciudades o
pueblos, los porcentajes de participación son similares. Y lo que más me enerva es que a pesar de la
situación social que estamos atravesando, ese porcentaje ha disminuido respecto
a los anteriores comicios. Me pregunto los motivos a pesar de que cualquiera de
ellos me parece injustificable, aunque admito, que a la hora de ejercer mi voto
me he sentido como el que va a comprar un colutorio y no sabe si elegir entre
mentolado o frescor glacial, antibacterias o anticaries, blanco polar, rojo o
azul, verde o amarillo y finalmente terminas escogiendo aquel que menos te
disgusta. Ojalá todo fuera tan fácil como calzarme mis zapatillas de running y
perderme por los senderos de mi comarca a escuchar el ruido de mis pisadas…