Si existe una catedral que me ha sobrecogido en uno de mis viajes,
esa es sin duda la de Chartres. Cada catedral es diferente y cada una tiene
algún rasgo especial que la hace destacar sobre las demás. Da igual su fama o
su tamaño. Sin ir más lejos, cerca de Ponferrada, las vidrieras de la Catedral
de León enamoran a aquellos prestos a dedicarle unos minutos.
Pero bajo mi humilde punto de vista, es la de Chartres la
que encierra una historia y misticismo especial. De ahí que decidiera incluirla en mi relato Amanece sobre Londres. A pesar de que en un principio me pareciera
un tanto forzado hablar de ella en la novela, con el tiempo más convencido
estoy de que era necesario.
No voy a hablar de sus vidrieras con su maravilloso color
azul Chartres (a pesar de tener ahora mismo sobre la mesa un gráfico sobre
ellas), ni voy a realizar una descripción arquitectónica o artística, que para
eso ya existe extensa información. Voy a hablar de lo que me atrajo a este
lugar y por qué razón no quedé tranquilo hasta visitarlo.
A pesar de haber cruzado el ecuador del mes de julio, era un
día completamente otoñal. En el libro de ruta estaba planificado visitar esa
mañana el Palacio de Versalles, pero yo tenía un plan oculto a los ojos de mi
mujer para la tarde. Tras una larga espera a la intemperie, nos sumergimos en
la marea de gente del interior del palacio para enfrentarnos con las hordas de
turistas japoneses, los cuales se afanaban en conseguir una instantánea de todo
aquello que fuera fotografiable.
Aun así conseguimos salir airosos y coger el tren en
dirección a Le Mans, para apearnos en la localidad de Chartres. A paso
acelerado y ante las súplicas de mi esposa por bajar el ritmo, me planté ante
la catedral ansioso por entrar y llevarme un gran chasco. Estaba en obras y
unos altos andamios cubrían parte del coro. A pesar de todo esta contingencia
no fue capaz de minar mi moral, y rápidamente mis pupilas se dilataron para
observar en todo su esplendor, lo que una gran cantidad de sillas intentaban
hacer pasar desapercibido al turista despistado.
La Catedral de Chartres hunde sus raíces en leyendas celtas,
griegas y merovingias, fuegos que redujeron a cenizas los templos anteriores y
vidrieras que cuentan historias difíciles de digerir para una parte del
catolicismo, pero visibles a fin de cuentas para aquél que tenga ojos para ver.
Astronomía, tradición y paganismo se aunaron
en su construcción, dando como resultado un lugar mágico que te sobrecoge una
vez en su interior.
Recuerdo que cuando era pequeño, remodelaron el paseo anexo
al río Sil en Ponferrada, comúnmente conocido como el polígono o las huertas. En
uno de sus extremos construyeron un laberinto, que recorrí una y mil veces.
Desde entonces, siempre me han atraído y llamado lo atención, descubriendo que
los laberintos eran un recurso habitual en antiguas construcciones, como la Catedral de Chartres. Entendí que existían dos tipos de laberintos: los
enfocados a un simple pasatiempo en el que encontrar la salida es la meta, y
aquellos en los que solo existe un camino posible que te limitas a recorrer sin
plantear ningún tipo de desafío mental. O quizás si…
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