—Toc
—transcurrieron unos segundos—, toc.
—¡Casey! ¡No es el
mejor momento para olvidarte las llaves! —gritó Claudia.
El ruido de
los cristales al caer fue silenciado por un fuerte trueno, como si alguien lo
hubiera provocado para tal fin. Por el hueco que quedó en
la puerta se coló una blanquecina mano que descorrió el cerrojo. Unos lentos
pasos ascendieron por la escalera.
—¡Casey! —gritó
de nuevo.
De repente, y
a pesar de la rapidez con que todo sucedería, era como si el tiempo se hubiera
detenido. Dejó de oír los truenos e incluso su propia voz, cuando una oscura
figura apareció en el umbral de la puerta.
La pequeña
Blanca se despertó con tanto alboroto. Frotándose los ojos, apoyó sus pequeños
pies en el suelo y se dirigió al dormitorio de sus padres entre los destellos
de los relámpagos que se colaban por las ventanas.
—No lo
conseguirás.
Fue lo único
que acertó a oír la niña aparte de los gritos. Cuando se asomó a la habitación
se quedó paralizada.
En ese momento
su padre la apartó de un empujón acompañado por el médico, después de subir a
toda velocidad por la escalera.
—¡Claudia! —gritaba
Casey después de ver que la puerta de entrada a la habitación había
desaparecido.
La escena era
dantesca, irreal, sacada de la peor de las pesadillas. Entraron en el dormitorio
y vieron cómo una sombra atravesaba rápidamente la habitación encaramándose a lo
alto de la ventana, giró la cabeza y miró fijamente a Casey, el cual se quedó
petrificado unos instantes. Intentó atraparlo, pero aquella
cosa de ojos centelleantes se precipitó al vacío. Se asomó rápidamente observando
incrédulo cómo, en un cielo iluminado por los relámpagos, una figura con forma
humana suspendida en el aire caía sobre su rodilla izquierda a unos cincuenta
metros de la casa. Ante su sorpresa, se irguió y se perdió corriendo a la
velocidad de un rayo en la oscuridad. Esa criatura había acaparado toda su
atención de una forma hipnótica. Al girarse se dio cuenta de la magnitud de la
tragedia cuando observó al médico dándole la vuelta al cuerpo inanimado de
Claudia. Tenía unas tijeras clavadas en el pecho.
—¡Reaccione,
tiene que ayudarme! —gritó el médico a la vez que sacaba un escalpelo—. ¡El
niño todavía está vivo!
Blanca se
encontraba en el umbral de la puerta entre sollozos. Los brazos de la hija de
Tomás, que ya se había quedado a cargo de la pequeña en otras
ocasiones, la alzaron del suelo hundiendo su cabecita sobre su pecho. Se
revolvió para ver a su madre una vez más cuando la cabeza inanimada de Claudia
se giró con los movimientos del médico.
Los ahora
inexpresivos ojos de su madre la miraban fijamente.
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